El silencioso arte de trabajar por los demás
Se levanta temprano, cuando todavía es de noche. Ni pareciera que aún falta para las cuatro de la madrugada. El frío quema siempre a esa hora.
Varias veces tuvo que darle a la ruedita del encendedor hasta que el gas salió por la hornalla. Quizás había poca presión, como casi siempre pasa, o quizás estaba muy dormido para embocar la chispa en el lugar adecuado.
Mientras la pava empezaba a chillar, porque a ese sonido no se lo puede asociar con un silbido, él terminaba de afeitarse ya. Estaba tan acostumbrado que podía hacerlo dormido.
Cuatro amargos de por medio y 5 minutos de informativo por radio fueron toda la introducción para otro día que empezaba, e iba a ser exactamente igual al anterior.
Dos colectivos y el Sarmiento. A las 7 y media fichaba en Barracas. Ya no le parecía lejos.
Durante el viaje veía trabajadoras de la calle, pobreza, riqueza, peajes, countries y barrios pobres. Miraba y le dolía.
Su día se resumía a 9 horas viendo una consola. Operando vaya a saber qué. En el medio tenía 60 minutos para comer algo frío o frito, sino no rendía.
Luego, volver al Conurbano y comer algo liviano para acostarse antes de que cambie de día el almanaque.
Nunca nadie le preguntó que quería hacer. No pudo elegir y ya no le preocupa. Esta rutina silenciosa le consume la misma vida hace 30 años. Y eso que el dinero ni siquiera es para él.
Peperino
Peperino
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