lunes, 10 de mayo de 2010

El silencioso arte de trabajar por los demás

Se levanta temprano, cuando todavía es de noche. Ni pareciera que aún falta para las cuatro de la madrugada. El frío quema siempre a esa hora.

Varias veces tuvo que darle a la ruedita del encendedor hasta que el gas salió por la hornalla. Quizás había poca presión, como casi siempre pasa, o quizás estaba muy dormido para embocar la chispa en el lugar adecuado.

Mientras la pava empezaba a chillar, porque a ese sonido no se lo puede asociar con un silbido, él terminaba de afeitarse ya. Estaba tan acostumbrado que podía hacerlo dormido.

Cuatro amargos de por medio y 5 minutos de informativo por radio fueron toda la introducción para otro día que empezaba, e iba a ser exactamente igual al anterior.

Dos colectivos y el Sarmiento. A las 7 y media fichaba en Barracas. Ya no le parecía lejos.

Durante el viaje veía trabajadoras de la calle, pobreza, riqueza, peajes, countries y barrios pobres. Miraba y le dolía.

Su día se resumía a 9 horas viendo una consola. Operando vaya a saber qué. En el medio tenía 60 minutos para comer algo frío o frito, sino no rendía.

Luego, volver al Conurbano y comer algo liviano para acostarse antes de que cambie de día el almanaque.

Nunca nadie le preguntó que quería hacer. No pudo elegir y ya no le preocupa. Esta rutina silenciosa le consume la misma vida hace 30 años. Y eso que el dinero ni siquiera es para él.

Peperino

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